Las cigarras no son actores pagados, pero podrían. Su canto recibe a un limitado grupo de espectadores a las puertas del monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias, en Pelayos de la Presa (Madrid). Una impresionante construcción monacal en ruinas, donde siglos atrás vivieron monjes cistercienses y que ahora recibe a la nueva producción de Nao d’amores, concebida específicamente para ese espacio y que tiene como punto de partida el paisaje sonoro del pasado. Al estridente sonido de los insectos, que parecen callar cuando el espectáculo nocturno empieza, le seguirán el de los cantos en latín, pasos, flautas, percusiones, la fídula o la zanfona, además de las voces de ocho intérpretes que, con un castellano medieval, guiarán una función itinerante por las entrañas de piedra de la construcción casi milenaria.
Hacia ecos de lo sagrado, como se titula la obra, es todo lo que se espera de la compañía que dirige Ana Zamora —Premio Nacional de Teatro en 2023—, coherente con la manera que han tenido siempre de entender el teatro. Parte de una gran base documental y de la idea de que, como explica la directora, “para poder crear algo hay que entenderlo primero”. En casi dos años de trabajo, Zamora investigó, con la ayuda de expertos como Eduardo Carrero Santamaría, especialista en arquitectura medieval, o Javier San José Lera, catedrático de Literatura Española, los usos y costumbres de la orden y su sonido, particularmente en el monasterio de Pelayos de la Presa. Pero el resultado se despoja de todo propósito arqueológico o didáctico para crear una experiencia puramente artística y poética, “una vivencia casi iniciática de gozo de los sentidos”, dice la creadora.
La propia Zamora empieza la noche tocando una pequeña campana y reuniendo a la gente en torno a ella. El espectáculo obliga al público a moverse por el dispar suelo del monumento artístico y su particularidad amerita una breve introducción técnica. Pero será la única. El equipo de la producción acompañará el recorrido, pero sin forzar movimientos específicos de nadie. Ahí cada uno es responsable del manejo de su cuerpo en el espacio. Los personajes, interpretados por Alfonso Barreno, Juan Díaz de Corcuera, Rafael Ortiz, Alejandro Pau, Elena Rayos, María Alejandra Saturno, Carlos Seguí e Isabel Zamora, cantan, bailan, tocan instrumentos antiguos y, orgánicamente, guían y transitan con el espectador por el monasterio.
En cada sitio se representa una escena en torno a la idea del sonido en la Orden del Císter. Lo que se canta y se toca en cada espacio nació para cantarse y tocarse ahí. En la panda del mandatum del monasterio se interpreta el Mandatum novum, o en la sala capitular algún responsorio gregoriano. Tal como lo hacían los monjes. Es un viaje al sonido del pasado en los espacios del pasado, pero, dice Zamora, “con el fin, no de hacer arqueología sino como línea de la dramaturgia”. Porque esto es todo menos una visita teatralizada y en eso está la clave del proyecto, es teatro pensado para un público contemporáneo: “No se trata de recrear cuál fue la realidad sonora o visual de un monasterio, sino beber de lo que pudo ser para crear un espectáculo de hoy para gente de hoy”.
Además del sonido, para hilar la propuesta Zamora echa mano de textos en castellano medieval de Gonzalo de Berceo. Concretamente del poema El duelo de la Virgen, una especie de Pasión de Cristo narrada a través de la mirada de la Virgen y protagonizada por Bernardo Claraval —un monje cisterciense francés, gran figura espiritual de la orden—, que guía a María en el camino. Con él logra cambiar la pedagogía por el simbolismo. En la escena que se desarrolla en el refectorio, por ejemplo, ese espacio donde comían los monjes, el espectador no ve comer a los monjes, más bien los ocho intérpretes transforman el sitio en una especie de cenáculo donde Jesús tiene la última cena con sus discípulos.
Es una obra espiritual, sí, “porque el teatro primitivo tiene que serlo”, y Nao d’amores intenta encontrarlo. “Hay un miedo en el teatro de hoy a enfrentarse a cosas relacionadas con la tradición cristiana, pero a nosotros no nos queda más remedio que indagar con respeto, pero sin miedo en ese teatro que es la base del teatro de la época”, explica Zamora. El trazo escénico, además del sonido, refleja la vida ritualizada y regida bajo reglas muy precisas de los monjes. Se nota evidentemente en las transiciones entre escenas y lugares —marcadas por el sonido de una matraca que advierte a la gente cuándo moverse y detenerse—, con las procesiones parsimoniosas, al ritmo de las percusiones, de personajes y público.
Pero el conjunto goza también, con la ayuda de la comicidad nata de los textos de Berceo, de una terrenidad refrescante. Zamora lo explica: “Berceo tiene ese desparpajo. Es muy fácil convertir esta historia en un dramón, pero la humanización que hace de los personajes, baja a tierra todo esto. Con este trabajo creo que hemos conseguido combinar lo terrenal con la trascendencia de las piedras y lo espiritual”. Cuesta al principio cogerle el ritmo a los versos antiguos, pero pasado el desajuste, la obra transita con humor y cercanía gracias al trabajo sentido y también preciso de actores, cantantes y músicos.
La mejor escenografía es el espacio arquitectónico, con la belleza que el paso del tiempo le imprime, pero la compañía incluye también ciertos elementos de madera, sobrios y sencillos pero muy imaginativos, que se transforma lo justo para que el espectador imagine el resto: la cruz de cristo o el sepulcro… Y los actores solo portan un pedazo de tela que moldean a su gusto, lo convierten en túnicas, pan o manteles. Todo el espectáculo mama, reconoce la autora, del teatro pobre de Jerezy Grotowski, que prescinde de elementos superfluos y adornos para desnudar al actor en un acto de autodescubrimiento.
La obra termina en la iglesia y con la luna llena coronando el techo descubierto. Una hora después de la bienvenida, el público parece contagiado de la espiritualidad cisterciense. Nadie tiene prisa en irse y algunos deambulan por las medievales piedras todavía con la resaca de su reverberado sonido. Y es ahí, al final de un espectáculo todo menos convencional, que su nombre adquiere un verdadero sentido. Los ecos de lo sagrado siguen bailando en el espacio.
La compañía que dirige Ana Zamora estrena ‘Hacia ecos de lo sagrado’ un espectáculo itinerante que recorre con música y voz las entrañas del monumento en un pueblo de Madrid EL PAÍS
Las cigarras no son actores pagados, pero podrían. Su canto recibe a un limitado grupo de espectadores a las puertas del monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias, en Pelayos de la Presa (Madrid). Una impresionante construcción monacal en ruinas, donde siglos atrás vivieron monjes cistercienses y que ahora recibe a la nueva producción de Nao d’amores, concebida específicamente para ese espacio y que tiene como punto de partida el paisaje sonoro del pasado. Al estridente sonido de los insectos, que parecen callar cuando el espectáculo nocturno empieza, le seguirán el de los cantos en latín, pasos, flautas, percusiones, la fídula o la zanfona, además de las voces de ocho intérpretes que, con un castellano medieval, guiarán una función itinerante por las entrañas de piedra de la construcción casi milenaria.
Hacia ecos de lo sagrado, como se titula la obra, es todo lo que se espera de la compañía que dirige Ana Zamora —Premio Nacional de Teatro en 2023—, coherente con la manera que han tenido siempre de entender el teatro. Parte de una gran base documental y de la idea de que, como explica la directora, “para poder crear algo hay que entenderlo primero”. En casi dos años de trabajo, Zamora investigó, con la ayuda de expertos como Eduardo Carrero Santamaría, especialista en arquitectura medieval, o Javier San José Lera, catedrático de Literatura Española, los usos y costumbres de la orden y su sonido, particularmente en el monasterio de Pelayos de la Presa. Pero el resultado se despoja de todo propósito arqueológico o didáctico para crear una experiencia puramente artística y poética, “una vivencia casi iniciática de gozo de los sentidos”, dice la creadora.

La propia Zamora empieza la noche tocando una pequeña campana y reuniendo a la gente en torno a ella. El espectáculo obliga al público a moverse por el dispar suelo del monumento artístico y su particularidad amerita una breve introducción técnica. Pero será la única. El equipo de la producción acompañará el recorrido, pero sin forzar movimientos específicos de nadie. Ahí cada uno es responsable del manejo de su cuerpo en el espacio. Los personajes, interpretados por Alfonso Barreno, Juan Díaz de Corcuera, Rafael Ortiz, Alejandro Pau, Elena Rayos, María Alejandra Saturno, Carlos Seguí e Isabel Zamora, cantan, bailan, tocan instrumentos antiguos y, orgánicamente, guían y transitan con el espectador por el monasterio.
En cada sitio se representa una escena en torno a la idea del sonido en la Orden del Císter. Lo que se canta y se toca en cada espacio nació para cantarse y tocarse ahí. En la panda del mandatum del monasterio se interpreta el Mandatum novum, o en la sala capitular algún responsorio gregoriano. Tal como lo hacían los monjes. Es un viaje al sonido del pasado en los espacios del pasado, pero, dice Zamora, “con el fin, no de hacer arqueología sino como línea de la dramaturgia”. Porque esto es todo menos una visita teatralizada y en eso está la clave del proyecto, es teatro pensado para un público contemporáneo: “No se trata de recrear cuál fue la realidad sonora o visual de un monasterio, sino beber de lo que pudo ser para crear un espectáculo de hoy para gente de hoy”.

Además del sonido, para hilar la propuesta Zamora echa mano de textos en castellano medieval de Gonzalo de Berceo. Concretamente del poema El duelo de la Virgen, una especie de Pasión de Cristo narrada a través de la mirada de la Virgen y protagonizada por Bernardo Claraval —un monje cisterciense francés, gran figura espiritual de la orden—, que guía a María en el camino. Con él logra cambiar la pedagogía por el simbolismo. En la escena que se desarrolla en el refectorio, por ejemplo, ese espacio donde comían los monjes, el espectador no ve comer a los monjes, más bien los ocho intérpretes transforman el sitio en una especie de cenáculo donde Jesús tiene la última cena con sus discípulos.
Es una obra espiritual, sí, “porque el teatro primitivo tiene que serlo”, y Nao d’amores intenta encontrarlo. “Hay un miedo en el teatro de hoy a enfrentarse a cosas relacionadas con la tradición cristiana, pero a nosotros no nos queda más remedio que indagar con respeto, pero sin miedo en ese teatro que es la base del teatro de la época”, explica Zamora. El trazo escénico, además del sonido, refleja la vida ritualizada y regida bajo reglas muy precisas de los monjes. Se nota evidentemente en las transiciones entre escenas y lugares —marcadas por el sonido de una matraca que advierte a la gente cuándo moverse y detenerse—, con las procesiones parsimoniosas, al ritmo de las percusiones, de personajes y público.

Pero el conjunto goza también, con la ayuda de la comicidad nata de los textos de Berceo, de una terrenidad refrescante. Zamora lo explica: “Berceo tiene ese desparpajo. Es muy fácil convertir esta historia en un dramón, pero la humanización que hace de los personajes, baja a tierra todo esto. Con este trabajo creo que hemos conseguido combinar lo terrenal con la trascendencia de las piedras y lo espiritual”. Cuesta al principio cogerle el ritmo a los versos antiguos, pero pasado el desajuste, la obra transita con humor y cercanía gracias al trabajo sentido y también preciso de actores, cantantes y músicos.
La mejor escenografía es el espacio arquitectónico, con la belleza que el paso del tiempo le imprime, pero la compañía incluye también ciertos elementos de madera, sobrios y sencillos pero muy imaginativos, que se transforma lo justo para que el espectador imagine el resto: la cruz de cristo o el sepulcro… Y los actores solo portan un pedazo de tela que moldean a su gusto, lo convierten en túnicas, pan o manteles. Todo el espectáculo mama, reconoce la autora, del teatro pobre de Jerezy Grotowski, que prescinde de elementos superfluos y adornos para desnudar al actor en un acto de autodescubrimiento.

La obra termina en la iglesia y con la luna llena coronando el techo descubierto. Una hora después de la bienvenida, el público parece contagiado de la espiritualidad cisterciense. Nadie tiene prisa en irse y algunos deambulan por las medievales piedras todavía con la resaca de su reverberado sonido. Y es ahí, al final de un espectáculo todo menos convencional, que su nombre adquiere un verdadero sentido. Los ecos de lo sagrado siguen bailando en el espacio.