Galardonada en Málaga con el premio del jurado, la dirección y el guion, ‘Los Tortuga’ es una crónica sobre el duelo, la emigración y la clase social y también es, desde ya, una de las películas del año que señala a su directora una de las voces más claras y enérgicas del nuevo cine español Leer
Galardonada en Málaga con el premio del jurado, la dirección y el guion, ‘Los Tortuga’ es una crónica sobre el duelo, la emigración y la clase social y también es, desde ya, una de las películas del año que señala a su directora una de las voces más claras y enérgicas del nuevo cine español Leer
Belén Funes (Barcelona, 1984) es a la vez el mejor ejemplo de eso que se ha venido en llamar nuevo cine español y su refutación más brillante. Además de furiosa. El suyo es un cine verista, por cierto y muy real, pero orgullosamente barroco, construido sobre una estructura narrativa fértil y endiablada en la que las historias se cruzan, se contradicen y se soportan unas a otras en un caos metódicamente desordenado. U ordenado, según se mire. Lejos del ruralismo antiurbanita y casi pastoral tan frecuente y a distancia de ese empeño por desnudar el relato hasta casi su aniquilación al que tan aficionados son algunos y algunas de sus colegas, en tan solo dos películas la directora catalana, pero con fondo de armario genealógico en Jaén, ha construido un universo propio tan claro como arrebatado. Y siempre de frente. «Miro a mi alrededor y me cuesta encontrar relatos acerca de la clase social. Y a mí, por motivos algo más que solo personales, me interesa mucho por la sencilla razón que es la clase la que determina casi todo en una sociedad con los ascensores sociales estropeados», dice, se toma una pausa y sigue.. «Recuerdo que cuando estaba pensando qué película quería hacer tras mi primer trabajo, hubo una muerte en mi familia. Atravesaba un duelo y entonces te das cuenta de hasta qué punto vivimos instalados en frases hechas, en gestos aprendidos que no significan nada. Eso, por ejemplo, de que la muerte es igual para todo el mundo no es verdad. Y por eso la película ha acabado hablando de lo que habla, porque la muerte no es igual para todos, porque depende de las circunstancias en las que vives y porque según cómo sean éstas, el duelo, la despedida o decir adiós a alguien cuesta más o menos, se transita de una forma o de otra. Hasta esto depende de la clase social», añade. Y una más: «La tristeza, el llanto, el duelo y todos estos procesos que deberían ser obligatorios y comunes son también un bien de lujo, son un privilegio».. En efecto, Los Tortuga, así se llama la última película de la cineasta que debutara de manera algo más que solo sorprendente con La hija de un ladrón en el Festival de San Sebastián de 2019, habla de todo esto y de algo más. Se diría que de mucho más. Los Tortuga toma el nombre del apelativo entre jocoso y vejatorio que recibían en Andalucía los emigrantes obligados a llevarse consigo su vida entera a cuestas. Se cuenta la historia de una hija (la joven debutante Elvira Lara como descubrimiento) y una madre (inmensa la veterana actriz chilena Antonia Zegers). Tras la muerte del padre y marido, las dos sobreviven en Barcelona, pero las dos, cada una a su modo, son de fuera. Quizá como todos. La familia por parte del padre es toda ella de Jaén. La madre nació en Chile y se esfuerza como taxista en que las cosas funcionen. Pero cuesta. Cuesta ganar lo suficiente para pagar el alquiler en una nueva casa después de ser expulsadas de donde viven. Cuesta pagar los estudios en la facultad de Comunicación Audiovisual. Cuesta el desarraigo. Cuesta el dolor de la pérdida. Cuesta la humillación diaria. Cuesta todo lo que cuesta, que es, básicamente, todo. Los Tortuga demanda para sí ese misterio mágico entre realista y solo iluminado al que recientemente nos habían acostumbrado voces como las de Alice Rohrwacher. A ratos, la pantalla adquiere la textura casi física de clásicos casi olvidados del cine español como La piel quemada, de José María Font. En algunos instantes, las historias, todas ellas, detienen su respiración en un soplo prodigioso de luz. Y siempre Los Tortuga se ofrece como un aliento de furia.. Imagen de la película Los Tortuga.MUNDO. «No es una película autobiográfica», dice Funes por aquello de despejar fantasmas y conclusiones precipitadas, «pero mi padre es de Jaén y, como tantos, emigró a Barcelona cuando era muy joven. Me he pasado la vida entre un sitio y otro. Cuando tenía cole estaba en Cataluña y en cuanto me daban las vacaciones, me iba a Andalucía. Y cada sitio tenía de sus rituales. Formo parte de esas personas que siente que no pertenece a ningún lado, porque toda la vida la he pasado entre dos aguas, entre dos territorios tan distintos… Pero no lo vivo como un drama, sino todo lo contrario. Siempre he tenido la impresión de tener gente esperándome en todos los sitios para abrazarme, para tocarme. Era como vivir una vida duplicada donde, como en la película, nos tocábamos constantemente. El contacto físico es fundamental. Mi abuela, de hecho, murió cuando el covid, pero no murió de covid, murió de no poder tocarnos». Pausa. «Quizá, por todo ello, me hastían un poco todos esos debates sobre la identidad. Nos pasamos la vida preguntándonos de dónde venimos y apenas nos cuestionamos adónde vamos y cómo estamos viviendo ahora. Lo relevante de verdad es qué tipo de ciudad queremos, qué políticas de vivienda hace falta, qué ayudas necesita un trabajador autónomo…», concluye para colocarse de nuevo donde le gusta, en el centro de su última película.. Porque Los Tortuga es una película no solo ambientada en la realidad, sino construida enteramente sobre, con y contra ella. «Solo si haces ciencia ficción puedes hacer una película localizada en el presente y no hablar del problema de la vivienda», comenta. Los Tortuga es una película que no teme mancharse y que milita en la consciencia de que ningún tema humano ni de nuestro tiempo le es ajeno. Y por ello, no duda en calificarse de feminista. «Feminismo y clase están relacionados directamente, porque funcionan como un espejo el uno del otro. Estoy convencida, además, de que el feminismo ha democratizado todos los debates públicos. Durante demasiado tiempo el no pertenecer a la elite intelectual o económica impedía mantener ningún tipo de opinión. Y eso es con lo que ha terminado el feminismo. Ha logrado sacar las discusiones de los lugares, como la universidad, en que se encontraban encerradas, casi secuestradas», reflexiona a la vez que cita a Annie Ernaux y, ya puestos, se coloca ella misma en la piel de su protagonista, una joven que quiere ser cineasta cuando todo a su alrededor le niega esa posibilidad.. «Feminismo y clase están relacionados directamente, porque funcionan como un espejo el uno del otro». «Cuesta mucho que determinadas personas como yo accedan a una escuela de cine. Y ese es un debate en el que también ha entrado el feminismo. Seguramente lo que nos tendríamos que plantearnos como país es por qué los estudios artísticos no pueden ser públicos, porque una formación artística tiene que ser por fuerza privada. Y este es uno de los botes que ha abierto un feminismo que no solo se ocupa de la igualdad entre hombre y mujeres. Va más allá», dice. «Cuando mi padre se levantaba a las cinco y se iba a trabajar, yo pensaba: ¿En qué mundo puedo ser yo cineasta? El problema es de falta de referentes. La incapacidad de verte donde tú quisieras verte es un problema mucho más profundo de lo que parece. Desde muy joven, te ves peleando contra la mera posibilidad de ser lo que deseas ser convencida de no es más que un sueño que se te ha metido en la cabeza y que tienes que extirparlo. Todo te dice que lo que te corresponde es una vida de provecho, que el arte es una perdida de tiempo, que no es para los que son como tú. Te autocensuras porque te ves sola y sin nadie en quien mirarte. Y claro está, el problema es previo, el problema tiene que ver con la clase social», concluye a la vez que presenta Los Tortuga como prueba. Prueba y demostración de que Belén Funes es el mejor ejemplo del nuevo cine español y su refutación más brillante a la vez.
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