Cuando en enero de 2013 murió mi marido, el editor Gonzalo Canedo, la primera persona que apareció en el tanatorio para darme un abrazo fue Marisa Paredes. Nunca pensé que viviría tan de cerca el momento de su muerte. Durante años nos hablábamos con cualquier excusa y desde que vivo en Madrid nos veíamos siempre que podíamos. En los últimos meses prácticamente todos los días. Estábamos preparando un espectáculo donde mezclábamos su amor por la poesía y su pasión por el teatro y el cine con su vida.
En el festival de Lyon le habían hecho un homenaje y le pidieron que eligiera una película de un director menos conocido que el gran Pedro Almodóvar. Marisa eligió Tras el cristal, de Agustí Villaronga. Por amistad y por admiración. Agustí y Marisa fueron muy amigos. Y se admiraban mutuamente. Todo nació en el rodaje de esa película terrible y extraordinaria. Ambos tuvieron una revelación que les marcaría para todo lo que hicieron después. Yo le propuse que partiéramos de lo que había hecho en Lyon y fuéramos construyendo el guion a partir de eso. Hace apenas dos semanas terminé de anotar el resultado de muchas tardes de conversación, casi de confesión sobre su vida, su trabajo, su lucha, sus anhelos… y anteayer le puse la palabra FIN al guion.
Estoy oyendo aún su voz y soy incapaz de seguir adelante. Prefiero que hable ella. Unos minutos después de empezar lo que tenía que ser y no será se proyectaba en una pantalla el rincón de lectura de su casa. Y ella se dirigía al público para que se acercaran a su corazón, el de la persona, no al de la actriz y decía —yo lo he oído y ustedes tendrán que imaginárselo— con su voz. Su voz. ¿Pueden ustedes oírla?
“Ven? Esto es la biblioteca de mi casa. Mi rincón. En estos estantes está toda mi vida: libros, fotos de personas que quiero, fotos de rodajes, premios, objetos que han llegado a mi vida o que me acompañan desde pequeña. Ahí está Mariquita Pérez. Esa no me ha acompañado desde pequeña. Me di el capricho y me la compré a los cincuenta años. Siempre había querido tenerla. Por supuesto que, cuando era niña, se la pedía a los Reyes Magos. No entendía que en el colegio —yo fui al colegio desde los siete a los 11 años, un colegio de las monjas— Hijas de la caridad, esas de las tocas, las de Buñuel, donde las niñas ricas entraban por la puerta principal, y las no-ricas por otra…, pues eso, no entendía que a otras niñas los Reyes les trajeran una Mariquita Pérez y a mí no. Se lo pregunté a mi madre y ella me dijo: ‘Tal vez se les hayan terminado’. ¿Dónde? ‘Pues no sé, tal vez en el piso de abajo’.
¿En el piso de abajo, donde tenían hasta un piano y un ejército de doncellas?
Yo seguía preguntando: ‘Pero, ¿por qué, por qué?’. Mi madre se dio la vuelta y añadió: ‘Porque somos pobres’. ¿Y eso qué quiere decir? ‘Pues quiere decir que la pobreza también se hereda, hija. Igual que la riqueza”.
Y pocos minutos después era capaz de dar una fragilidad conmovedora y los destellos de una llama intermitente al monólogo de Nina en el tercer acto de La gaviota. Entre el cielo y la tierra.
Ese es tal vez el lugar en el que vivía Marisa. Agarrada firmemente con los pies a la tierra y al mismo tiempo con una mirada infinita, utópica. Entre el cielo y la tierra. Creo que, con su esperanza renovada día a día conseguía ser, de verdad, una mujer de izquierdas. Sus convicciones morales y cívicas y un inteligente sentido del humor le permitieron vivir en ese firmamento luminoso de las estrellas, no siempre fácil, que le tenía reservado el destino.
Lluís Pasqual recuerda a la actriz, con la que estaba preparando una pieza teatral biográfica, de la que adelanta un pasaje de su infancia y la pobreza que la rodeó EL PAÍS
Cuando en enero de 2013 murió mi marido, el editor Gonzalo Canedo, la primera persona que apareció en el tanatorio para darme un abrazo fue Marisa Paredes. Nunca pensé que viviría tan de cerca el momento de su muerte. Durante años nos hablábamos con cualquier excusa y desde que vivo en Madrid nos veíamos siempre que podíamos. En los últimos meses prácticamente todos los días. Estábamos preparando un espectáculo donde mezclábamos su amor por la poesía y su pasión por el teatro y el cine con su vida.
En el festival de Lyon le habían hecho un homenaje y le pidieron que eligiera una película de un director menos conocido que el gran Pedro Almodóvar. Marisa eligió Tras el cristal, de Agustí Villaronga. Por amistad y por admiración. Agustí y Marisa fueron muy amigos. Y se admiraban mutuamente. Todo nació en el rodaje de esa película terrible y extraordinaria. Ambos tuvieron una revelación que les marcaría para todo lo que hicieron después. Yo le propuse que partiéramos de lo que había hecho en Lyon y fuéramos construyendo el guion a partir de eso. Hace apenas dos semanas terminé de anotar el resultado de muchas tardes de conversación, casi de confesión sobre su vida, su trabajo, su lucha, sus anhelos… y anteayer le puse la palabra FIN al guion.
Estoy oyendo aún su voz y soy incapaz de seguir adelante. Prefiero que hable ella. Unos minutos después de empezar lo que tenía que ser y no será se proyectaba en una pantalla el rincón de lectura de su casa. Y ella se dirigía al público para que se acercaran a su corazón, el de la persona, no al de la actriz y decía —yo lo he oído y ustedes tendrán que imaginárselo— con su voz. Su voz. ¿Pueden ustedes oírla?
“Ven? Esto es la biblioteca de mi casa. Mi rincón. En estos estantes está toda mi vida: libros, fotos de personas que quiero, fotos de rodajes, premios, objetos que han llegado a mi vida o que me acompañan desde pequeña. Ahí está Mariquita Pérez. Esa no me ha acompañado desde pequeña. Me di el capricho y me la compré a los cincuenta años. Siempre había querido tenerla. Por supuesto que, cuando era niña, se la pedía a los Reyes Magos. No entendía que en el colegio —yo fui al colegio desde los siete a los 11 años, un colegio de las monjas— Hijas de la caridad, esas de las tocas, las de Buñuel, donde las niñas ricas entraban por la puerta principal, y las no-ricas por otra…, pues eso, no entendía que a otras niñas los Reyes les trajeran una Mariquita Pérez y a mí no. Se lo pregunté a mi madre y ella me dijo: ‘Tal vez se les hayan terminado’. ¿Dónde? ‘Pues no sé, tal vez en el piso de abajo’.
¿En el piso de abajo, donde tenían hasta un piano y un ejército de doncellas?
Yo seguía preguntando: ‘Pero, ¿por qué, por qué?’. Mi madre se dio la vuelta y añadió: ‘Porque somos pobres’. ¿Y eso qué quiere decir? ‘Pues quiere decir que la pobreza también se hereda, hija. Igual que la riqueza”.
Y pocos minutos después era capaz de dar una fragilidad conmovedora y los destellos de una llama intermitente al monólogo de Nina en el tercer acto de La gaviota. Entre el cielo y la tierra.
Ese es tal vez el lugar en el que vivía Marisa. Agarrada firmemente con los pies a la tierra y al mismo tiempo con una mirada infinita, utópica. Entre el cielo y la tierra. Creo que, con su esperanza renovada día a día conseguía ser, de verdad, una mujer de izquierdas. Sus convicciones morales y cívicas y un inteligente sentido del humor le permitieron vivir en ese firmamento luminoso de las estrellas, no siempre fácil, que le tenía reservado el destino.
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