Ridley Scott convierte el que quiere ser el mayor espectáculo del mundo en la más salvaje y conservadora exhibición de cualquier cosa Leer
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Gladiator 2 es, por resumirlo mucho, la película que la victoria de Trump merece. Y no es tanto una crítica, que quizá también, como la descripción de un Hollywood perdido e incapaz de ofrecer nada que no sea lo de siempre multiplicado por mil. Que la nueva entrega del gladiador que soñaba con una Roma anacrónicamente democrática (eso pasaba en la primera parte) acabe por ser la reivindicación de un liderazgo mesiánico contra las malas artes de los políticos corruptos y cobardes es ya un síntoma. Otro podría ser la visceralidad muscular (llamémoslo así) con la que un director tan visceralmente muscular como Scott exacerba la testosterona siempre asociada al peplum (o peli de romanos con el pecholata). Y un tercer síntoma de lo que ya va pareciendo enfermedad se encuentre tal vez en la atosigante sucesión de momentos anafóricos (signifique esto lo que signifique) que salpican la película y que no hacen más que replicar los instantes más o menos memorables de su predecesora. No es que sea simplemente una secuela, es, antes que nada, la celebración misma del hecho de ser una continuación. El presidente reelecto lo llama venganza, pero eso es otro asunto.. Lo curioso es que si se toman por separado las partes de Gladiator 2 no hay réplica ni crítica posible. La exhibición de Denzel Washington (lo mejor, sin duda) como intrigante capaz de jugar a un lado y otro del poder, como revolucionario entre desheredados y como proyecto de tirano, devuelve al género la profundidad de los personajes bien construidos, con desarrollo, sorprendentes y con diálogos que chispean. Las desquiciadas peleas en la arena con rinocerontes imposibles, monos que nunca existieron y tiburones más hambrientos que Carpanta nos recuerdan que nadie cabrea tanto a los historiadores (da lo mismo Napoleón que la Antigua Roma) como el octogenario indómito. Por un momento, la sensación es la de estar dentro de una película retrofuturista más propia de George Miller que en ningún otro y siempre menos agradable sitio. Y tampoco conviene dejar de lado la exhibición paródica, entre Monty Python y la más elemental homofobia, a cargo de Joseph Quinn y Fred Hechinger como la improbable pareja de hermanos emperadores que unas veces recuerdan a Peter Ustinov como Nerón o a Malcolm McDowell como Calígula, y otras, las más, a los hermanos Calatrava.. Y luego, y por último, están Paul Mescal y Pedro Pascal. O, por evitar rodeos, Pedro y Pablo. Los dos responden con creces a su condición de estrellas en ascenso ya a un palmo del firmamento. Los dos están bien, dentro de sus corazas, profundos cuando toca y divertidos cuando les dejan. Pero, y esto es lo que más llama la atención, Pedro y Pablo están en otra película. Su representante les debió comentar que Scott estaba detrás de hacer una especie de Julio César shakespeariano con efectos especiales caros y con peleas que ríete tú de las de Topuria. Y ellos se lo creyeron de tal modo que se pusieron a memorizar sus líneas, todas pronunciadas o entre susurros o a gritos, en el gimnasio (o el aquagym, que tanto da). La desequilibrada alternancia de planos líricos que levitan con bofetadas a lo Zack Snyder desconcierta de tal modo que, efectivamente, deja al espectador en más de una ocasión preguntándose si no se habrá equivocado de sala. Y cómo olvidarse de Connie Nielsen. De eso, en verdad, se encarga la propia película castigándola con las líneas más torpes y acartonadas. Nótese que es la única mujer y nótese el trato que recibe. No es película para mujeres.. Es decir, tomados los fragmentos de uno en uno, hay mil películas en Gladiator 2 y probablemente todas buenas. Podría haber sido una reflexión sobre el poder y el papel de la política buena como, aunque fuera en parte, lo era la película de 2000, pero prefiere retorcer la trama hasta acabar por proponer lo contrario de lo que pretende. Podría haber sido un espectáculo soberbio y sí, lo es, pero, reconozcámoslo, el abuso de los efectos digitales (cosas de la soberbia) lastra en buena medida el resultado. Podría haber sido una cinta con todos los personajes dibujados como el entrenador de gladiadores al que da vida Washington y ahí encontramos la memorable interpretación de Denzel más solitaria que liada está la pata de un romano. Y, claro, decepciona. Y más después de la atronadora campaña de publicidad que la precede y que también es síntoma, otro más, de algo.. Es más, uno de los asuntos que ordenan la película es la sorpresa que supone descubrir que el protagonista es el hijo de Máximo. Es decir, que Paul Mescal es descendiente de Russell Crowe. Si nos permitimos contarlo es porque de forma inexplicable ya lo hace el trailer y hasta la propia publicidad. Digamos que hasta ese giro que, en verdad, ordena toda la trama y justifica la inserción de los momentos de la producción original se encuentra malversado en una película que aspira a ser tanto que acaba por ser demasiado poco. Quizá sea simplemente el signo de los tiempos y de Hollywood, y no hay que darle más vueltas.. —. Director: Ridley Scott. Intérpretes: Paul Mescal, Pedro Pascal, Connie Nielsen, Denzel Washington, Joseph Quinn. Duración: 148 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.
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